El oficio de partear tal como yo lo desempeño, se parece
en todo lo demás al de las matronas, pero difiere en que yo lo
ejerzo sobre los hombres y no sobre la mujeres, y en que asisten
al alumbramiento, no los cuerpos, sino las almas. La gran
ventaja es que me pone en estado de discernir con seguridad, si
lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o
un fruto real. Por tora parte, yo tengo de comun con las
parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en cuanto a lo
que muchos me han echado en cara diciendo que interrogo a los
demás y que no respondo a ninguna de las cuestiones que se me
proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de fundamento.
Pero he aquí por qué obro de esta manera. El Dios me impone el
deber de ayudar a los demás a parir, y al mismo tiempo no
permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no
esté versado en la sabiduría y de que no pueda alabarme en
ningún descubrimiento que sea una producción de mi alma. En
compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de
ellos se muestran muy ignorantes al principio, hacen
maravillosos progresos a medida que me tratan, y todos se
sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere
fecundarlos. Y se ve claramente que ellos nada han aprendido de
mí, y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos
conocimientos que han adquirido, no habiendo hecho yo otra cosa
que contribuir con el Dios a hacerles concebir.
Platón. Diálogos.
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