Hace un año, en este mismo blog, publiqué un artículo llamado «Olor a guerra en Europa. Cuestiones morales».
Lo he releído antes de escribir éste. Muchas de las cuestiones que allí
se consideraban pueden retomarse ahora, un año después.
La cáscara del huevo con yema de oro
que constituía el Viejo Continente se ha quebrado definitivamente. Y no
ha sido por la fuerza de las armas. Realmente, no era necesaria tanta
presión. La pérdida de las raíces espirituales de Europa con su
consiguiente crisis de identidad y la debilidad inherente a nuestros
sistemas democráticos han logrado que la mera presión migratoria baste
para hacer caer los muros de nuestra Jericó particular. En lugar de
armas se han empleado los medios de comunicación, los cuales, con el
disparo de una sola fotografía perfectamente preparada y certera han
hincado emocionalmente de rodillas a la mayoría de los europeos. En este
punto me pierdo: uno tiene la impresión de que todo este movimiento
mediático está muy bien orquestado y previsto, con sus tiempos medidos y
sus eslóganes prefabricados. Pero no es fácil, al menos para mí, saber
quién dirige la orquesta. Sin duda alguna, hay mucho dinero detrás. No
se mueve a tantos millones de personas sin emplear en ello poderosos
medios económicos.
¿Qué viene ahora? Cualquiera sabe.
Pero todo apunta a un cambio de era. Parece que fuéramos a asistir a la
islamización de Europa. Quienes ahora entran en el Viejo Continente –y
no sólo desde Siria– son una primera oleada. Millones vendrán después,
ahora que los muros han caído. Y el principal problema que estas masas
migratorias representan no es el económico; es el social y cultural. Se
trata de la infiltración de una cultura fuerte en una cultura débil. A
las pruebas me remito: el telediario de ayer nos mostraba a una ministra
española cubierta con el velo durante una reunión celebrada en Irán.
Reto a cualquiera a que me muestre una fotografía de esta misma ministra
realizando una genuflexión en las múltiples ocasiones en que ha
visitado de manera oficial un templo católico. Nuestro cristianismo nos
avergüenza; ellos se sienten orgullosos del Corán. Ellos tienen hijos, y
nosotros no. Ellos creen en una trascendencia, y están dispuestos a
perderlo todo aquí por alcanzarla, mientras nosotros sólo creemos en un
efímero nivel de vida que no estamos dispuestos a abandonar por nada del
mundo. La superioridad moral y cultural de nuestros huéspedes es
inmensa. Y, por ello, también su fuerza. No necesitan armas para
invadirnos sin conquista previa. No seremos nosotros quienes influyamos
en ellos, sino ellos quienes acaben por islamizar el terreno que pisen.
La gran ilusión de Francisco de Asís y
de Antonio de Padua (por citar sólo a dos santos bien conocidos) era
evangelizar a los musulmanes, incluso a precio de su propia sangre. Pero
hace siglos que los cristianos hemos renunciado a ese ideal. Por no
evangelizar, no evangelizamos ni al vecino del piso del al lado.
¿Ofreceremos ahora a nuestros huéspedes lo mejor que tenemos, es decir,
el Evangelio? Me temo que no. Antes de que estos huéspedes llegasen, ya
nos habían convencido de que semejante intentona sería un ataque a su
libertad de conciencia y una vuelta a las Cruzadas.
No acaba ahí la manipulación
informativa: el pontificado de Francisco está siendo utilizado por los
medios para convencer con malas artes a los europeos de que el
catolicismo se disuelve como un azucarillo en las aguas de lo
políticamente correcto. Sumen ustedes: el Papa –así nos lo quieren hacer
creer– se ha arrodillado ante el nuevo «european way of life», las
raíces cristianas de Europa desaparecen, y el aire se llena con un
grito: «Wellcome, refugees!».
El panorama no es, precisamente,
halagüeño. Si los acontecimientos continúan por el rumbo que actualmente
llevan, parece que, en dos generaciones, viviremos en una Europa
islámica. Y ser cristiano en una Europa islámica no va a ser algo
precisamente tranquilo. En España ya hemos pasado por ello durante siete
siglos. No sé cuánto durará ahora, aunque no creo que ni yo ni ninguno
de quienes hoy me leen lo veamos terminar en esta vida.
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