Manuel Martín Ferrand
José María Aznar está, como los folclóricos de éxito, de tournée por América. Da conferencias, vende libros -«Retratos y perfiles»- visita a los notables y en los ratos libres, para mantener viva una de sus peores costumbres en sus ocho presidenciales, les hace a los colegas latinoamericanos las declaraciones que -él sabrá por qué- nunca quiere hacer aquí. La voz de Aznar, antes y ahora, suele llegarnos desde lejos y eso conlleva el riesgo de la distorsión, pero ese es su gusto y su derecho. Las entrevistas que les ha concedido a Clarin y La Nación, los dos grandes e históricos periódicos de Buenos Aires, no tienen desperdicio y son, de hecho, una denuncia más rotunda y concreta de las que se gastan sus elásticos herederos.
Dice Aznar que el actual «es el peor Gobierno que ha tenido España en toda la historia democrática». A mí me parece que se queda corto, que ser «el peor» admite la posibilidad de una cuota de bondad y, además, que si España sigue existiendo tras el uso del talante de José Luis Rodríguez Zapatero seguirá siendo «el peor» en la comparación con los del futuro. Un Gobierno puede ser malo por su política, cosa siempre discutible y con oportunidad para el sesgo partidario en su interpretación, o por sus integrantes. En esto último sí que no hay duda. Salvo dos o tres excepciones, el Gobierno es el peor de la democracia y, además, el peor de los que están hoy instalados en las Autonomías, sea cual fuere su color.
Este Gobierno, según Aznar, «ha puesto en riesgo la balcanización territorial de España». En eso hay que matizar que el mal viene de lejos y arranca, tras las primeras elecciones democráticas, de una mala evaluación de las fuerzas presentes y de la redacción de un Título VIII que convierte a la Constitución, por otra parte magnífica, en una bomba de tiempo en todo cuanto respecta a la unidad del Estado. El «café para todos» que, alegremente, sirvió la UCD como ingrediente del menú constitucional hay que pagarlo. Si a eso se le une la debilidad parlamentaria del PSOE y el criterio retrospectivo de Zapatero, borrador de la amnesia que le dio fuerza a la Transición, tenemos a la vista la situación nada deseable que señala el ex presidente.
Cuando, en las citadas entrevistas, Aznar se alarma ante la dependencia gubernamental de los separatistas catalanes, cosa aritméticamente cierta y políticamente verdadera, hay que insistir en que ello es posible en función de nuestra pintoresca normativa electoral. Él mismo pudo comprobarlo, y los demás lo padecimos, cuando en el 96 tuvo que recurrir a CiU para alcanzar las llaves de La Moncloa y, de hecho, nombrar a Jordi Pujol como jefe de gabinete. Ahí se acabó la gran regeneración democrática que, sobre el desgaste del felipismo, prometió como pieza fundamental de su campaña electoral.
José María Aznar está, como los folclóricos de éxito, de tournée por América. Da conferencias, vende libros -«Retratos y perfiles»- visita a los notables y en los ratos libres, para mantener viva una de sus peores costumbres en sus ocho presidenciales, les hace a los colegas latinoamericanos las declaraciones que -él sabrá por qué- nunca quiere hacer aquí. La voz de Aznar, antes y ahora, suele llegarnos desde lejos y eso conlleva el riesgo de la distorsión, pero ese es su gusto y su derecho. Las entrevistas que les ha concedido a Clarin y La Nación, los dos grandes e históricos periódicos de Buenos Aires, no tienen desperdicio y son, de hecho, una denuncia más rotunda y concreta de las que se gastan sus elásticos herederos.
Dice Aznar que el actual «es el peor Gobierno que ha tenido España en toda la historia democrática». A mí me parece que se queda corto, que ser «el peor» admite la posibilidad de una cuota de bondad y, además, que si España sigue existiendo tras el uso del talante de José Luis Rodríguez Zapatero seguirá siendo «el peor» en la comparación con los del futuro. Un Gobierno puede ser malo por su política, cosa siempre discutible y con oportunidad para el sesgo partidario en su interpretación, o por sus integrantes. En esto último sí que no hay duda. Salvo dos o tres excepciones, el Gobierno es el peor de la democracia y, además, el peor de los que están hoy instalados en las Autonomías, sea cual fuere su color.
Este Gobierno, según Aznar, «ha puesto en riesgo la balcanización territorial de España». En eso hay que matizar que el mal viene de lejos y arranca, tras las primeras elecciones democráticas, de una mala evaluación de las fuerzas presentes y de la redacción de un Título VIII que convierte a la Constitución, por otra parte magnífica, en una bomba de tiempo en todo cuanto respecta a la unidad del Estado. El «café para todos» que, alegremente, sirvió la UCD como ingrediente del menú constitucional hay que pagarlo. Si a eso se le une la debilidad parlamentaria del PSOE y el criterio retrospectivo de Zapatero, borrador de la amnesia que le dio fuerza a la Transición, tenemos a la vista la situación nada deseable que señala el ex presidente.
Cuando, en las citadas entrevistas, Aznar se alarma ante la dependencia gubernamental de los separatistas catalanes, cosa aritméticamente cierta y políticamente verdadera, hay que insistir en que ello es posible en función de nuestra pintoresca normativa electoral. Él mismo pudo comprobarlo, y los demás lo padecimos, cuando en el 96 tuvo que recurrir a CiU para alcanzar las llaves de La Moncloa y, de hecho, nombrar a Jordi Pujol como jefe de gabinete. Ahí se acabó la gran regeneración democrática que, sobre el desgaste del felipismo, prometió como pieza fundamental de su campaña electoral.
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