La vida política en los territorios de los árabes palestinos, gestionados por la mal llamada Autoridad Nacional Palestina constituyen un excelente punto de arranque para acercarnos a las posibilidades de construir un sistema democrático a partir de una ideología antidemocrática y, lo que nos afecta más, las posibilidades de aceptar el juego democrático de grupos ideológicos que propugnan el sabotaje a las instituciones y principios que cimientan esa democracia.
Hamas fue fundada en el año 1987 por el felizmente desaparecido jeque Yassin, En el artículo segundo de su carta fundacional, fechada el 18 de agosto de 1988, se presentó como una rama del movimiento panislamista internacional de los Hermanos Musulmanes, fundado en Egipto en 1928 por Hassan al-Banna, y que propugna la aplicación de la sharía (ley islámica) en diversos aspectos de la vida diaria, y la vuelta de las naciones al Islam como modo de alcanzar una liberación política que, sin duda alguna, no ven en las instituciones más liberadoras que jamás se hayan constituido: las estructuras políticas demoliberales.
Con presupuestos de este tipo es difícil construir la poliarquía política, económica y cultural característica de las democracias. Una pluralidad que establezca como no generalizables los términos absolutos y con vocación monopólica que ciertos grupos ideológicos o de interés es imprescindible para que nadie intente el asalto a la “res publica”. No cabe la posibilidad, ni siquiera lejana, que Hamás, organice un Estado en los términos de legitimidad que los ciudadanos de las democracias exigimos ni que sea comparable a los niveles de tolerancia interna que el Estado de Israel practica con la numerosa minoría árabe que goza de derechos de ciudadanía incluido el de votar y, por tanto, formar parte de la decisión popular de quién debe gobernar Israel. A nadie se le escapa que tal participación electoral de semejantes rivales culturales puede afectar gravemente a la seguridad. Pues a pesar de ello, esa minoría tiene su presencia en la política israelí.
Las democracias, con su sistema de relativización de los poderes y de las ideologías garantizan la existencia de ellas, a las que concede legitimidad en cuanto a su existencia y en cuanto a su influencia, siempre que no alcancen a convertirse en monopolios políticos o económicos. Pero tal tolerancia ha de ir, para ser efectiva, acompañada de la represión de aquellas instancias que no acepten, expresamente, el juego democrático ni las bases liberales del mismo, que no son otras que las relativas a los derechos inalienables de los individuos y de su igualdad ante la ley.
Los islamistas no sólo destruyen los cimientos necesarios para construir democracias allí donde gobiernan. No sólo es una impostura que el iraní o el de Hamás se presenten como gobiernos legítimos cuando reprimen la formación de una oposición política y mantienen en la exclusión social y política a las mujeres por el hecho de serlo. Es imposible, igualmente, que los islamistas que viven en los países democráticos, que siguen, en mayor o menor grado y con más o menos tacticismo, el mismo programa que Hassan al-Banna, se adapten a la democracia. El mismo texto sagrado del Islam es, en sí y sin una tradición que lo hubiera modificado, un texto inhumano. Como digo, ni la Sunna ni la tradición chiíta ofrecen una interpretación evolucionada, refinada, culta ni respetuosa con los Derechos Humanos Universales (sin más adjetivos posibles).
Por tanto, al igual que se ha hecho con las reminiscencias de la ideología y las organizaciones hitlerianas o de exaltación del nazismo, el islamismo ha de ser prohibido porque supone una amenaza para las sociedades occidentales que les acogen. Al igual que se persigue la propaganda nazi, de exaltación de la raza aria, de extermino de los judíos o de cualquier otro grupo, por el simple hecho de que aspira a acabar con la democracia utilizando su, en ocasiones, flaqueza moral, acabaremos planteándonos seriamente la necesidad de reprimir con dureza las manifestaciones totalitarias de los islamistas en España, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Canadá, etc.. Si editar, propagar y distribuir el “Mein Kampf” hace, razonablemente, saltar las alarmas de defensa de la democracia, la edición de “El Corán”, sin acotaciones autocríticas o modificaciones que aseguren que no es la sangre que ese libro destila lo que se predica en las mezquitas occidentales, debería, igualmente, reprimirse. Y eso en nombre del mantenimiento de los poderes y las ideologías dentro de los límites relativizadotes que el régimen democrático y liberal exigen.
El único fundamentalismo posible en una democracia es el que excluye a los que no aceptan sus propias reglas de juego. Y el Islam no las acepta.
Joaquín Santiago
EL IBEROAMERICANO
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