Notas:

4.9.12

LOS REYES Y LA AUTORIDAD REAL

     Cuando los reyes son buenos, ello se debe al favor de Dios; pero cuando son malos, al crimen del pueblo. Como atestigua Job, la vida de los dirigentes responde a los merecimientos de la plebe: «Él hizo que reinase un hipócrita a causa de los pecados del pueblo». Porque, al enojarse Dios, los pueblos reciben el rector que merecen sus pecados. A veces hasta los reyes mudan de conducta a causa de las maldades del pueblo, y los que antes parecían ser buenos, al subir al trono, se hacen inicuos.
     El que usa debidamente de la autoridad real de tal modo debe aventajar a todos que, cuando más brilla por la excelencia del honor, tanto más se humille interiormente, tomando por modelo la humildad de David, que no se envaneció de sus méritos, sino que, rebajándose con modestia, dijo: «Danzaré en medio del desprecio y aún más vil quiero aparecer delante de Dios, que me eligió».
     El que usa rectamente de la autoridad real, establece la norma de justicia con los hechos más que con las palabras. A este no le exalta ninguna prosperidad ni le abate adversidad alguna, no descansa en sus propias fuerzas ni su corazón se aparta de Dios; en la cúspide del poder preside con ánimo humilde, no le complace la iniquidad ni le inflama la pasión, hace rico al pobre sin defraudar a nadie y a menudo condena con misericordiosa clemencia cuanto legítimo derecho podría exigir al pueblo.
     Dios concedió a los príncipes la soberanía para el gobierno de los pueblos, quiso que ellos estuvieran al frente de quienes comparten su misma suerte de nacer y morir. Por tanto, el principado debe favorecer a los pueblos y no perjudicarles; no oprimirles con tiranía, sino velar por ellos siendo condescendientes, a fin de que este su distintivo del poder sea verdaderamente útil y empleen el don de Dios para proteger a los miembros de Cristo. Cierto que miembros de Cristo son los pueblos fieles, a los que, en tanto les gobiernan de excelente manera con el poder que recibieron, devuelven a Dios, que se lo concedió, un servicio ciertamente útil.

SAN ISIDORO, «Sentencias», 1.3, C. 48-49. Ed. y trad. J. Campos e I. Roca, «San Leandro, San Fructuoso, San Isidoro», B. A. C., 321, Madrid, 1971, pp. 495-497.

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